lunes, 7 de noviembre de 2011

Lectura para Terceros años.

Copiar el siguiente texto y pegarlo en su cuaderno.



fragmento del capítulo dos de El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde

Al entrar, vieron a Dorian Gray. Estaba sentado al piano, de espaldas a ellos, pasando las páginas de Las escenas del bosque, de Schumann [...]
—Te presento a lord Henry Wotton, Dorian, un viejo amigo mío de Oxford. Le estaba diciendo que eres un modelo muy disciplinado, y acabas de echarlo todo a perder.
—Excepto el placer de conocerlo a usted, señor Gray —dijo lord Henry, dando un paso al frente y extendiendo la mano—. Mi tía me ha hablado a me- nudo de usted. Es uno de sus preferidos y, mucho me temo, también de sus víctimas.
—En el momento actual estoy en la lista negra de lady Agatha —respondió Dorian con una divertida expresión de remordimiento—. Prometí ir con ella el martes a un club de Whitechapel y lo olvidé por completo, íbamos a tocar juntos un dúo..., más bien tres, según creo. No sé que dirá. Me da miedo ir a visitarla.
—Yo me encargo de reconciliarlo con ella. Siente verdadera devoción por usted. Y no creo que importara que no fuese. El público pensó probablemente que era un dúo. Cuando tía Agatha se sienta al piano hace ruido suficiente por dos personas.
—Eso es una insidia contra ella y tampoco me deja en muy buen lugar —respondió Dorian, riendo.
Lord Henry se lo quedó mirando. Sí; no había la menor duda de que era extraordinariamente bien parecido, con los labios muy rojos debidamente arqueados, ojos azules llenos de franqueza, rubios cabellos rizados. Había algo en su rostro que inspiraba inmediatamente confianza. Estaba allí presente todo el candor de la juventud, así como toda su pureza apasionada. Se sentía que aquel adolescente no se había dejado manchar por el mundo. No era de extrañar que Basil Hallward sintiera veneración por él. —Sin duda es usted demasiado encantador para dedicarse a la filantropía, señor Gray —lord Henry se dejó caer en el diván y abrió la pitillera.
El pintor había estado ocupado mezclando colores y preparando los pinceles. Parecía preocupado y, al oír la última observación de lord Henry, lo miró, vaciló un instante y luego dijo:
—Harry, quiero terminar hoy este retrato. ¿Me juzgarás terriblemente descortés si te pido que te vayas? Lord Henry sonrió y miró a Dorian Gray. —¿Tengo que marcharme, señor Gray? —preguntó. —No, por favor, lord Henry. Ya veo que Basil está hoy de mal humor, y no lo soporto cuando se enfurruña. Además, quiero que me explique por qué no debo dedicarme a la filantropía.—No estoy seguro de que deba decírselo, señor Gray. Se trata de un asunto tan tedioso que habría que hablar en serio de ello. Pero, desde luego, no saldré corriendo después de haberme dicho usted que me quede. ¿No te importa demasiado, ver- dad Basil? Me has dicho muchas veces que te gusta que tus hermanas tengan a alguien con quien charlar.
Hallward se mordió los labios. —Si Dorian lo desea, claro que te puedes que- dar. Los caprichos de Dorian son leyes para todo el mundo excepto para él. Lord Henry recogió su sombrero y sus guantes. [...] —Siéntate otra vez, Henry. Y ahora, Dorian, sube al estrado y no te muevas demasiado ni prestes atención a lo que dice lord Henry. Tiene una pésima influencia sobre todos mis amigos, sin otra excepción que yo. Dorian Gray subió al estrado con el aspecto de un joven mártir griego, e hizo una ligera mueca de descontento dirigida a Lord Henry, que le inspiraba ya una gran simpatía. ¡Era tan distinto de Basil! Producían un contraste muy agradable. Y tenía una voz muy bella. —¿Es cierto que ejerce usted una pésima in- fluencia, lord Henry? —le preguntó al cabo de unos instantes—. ¿Tan mala como dice Basil? —Las buenas influencias no existen, señor Gray. Toda influencia es inmoral; inmoral desde el punto de vista científico.—¿Por qué? —Porque influir en una persona es darle la propia alma. Esa persona deja de pensar sus propias ideas y de arder con sus pasiones. Sus virtudes dejan de ser reales. Sus pecados, si es que los pe- cados existen, son prestados. Se convierte en eco de la música de otro, en un actor que interpreta un papel que no se ha escrito para él. La finalidad de la vida es el propio desarrollo. Alcanzar la plenitud de la manera más perfecta posible, para eso estamos aquí. En la actualidad las personas se tienen miedo. Han olvidado el mayor de todos los deberes, lo que cada uno se debe a sí mismo. Son caritativos, por supuesto. Dan de comer al hambriento y visten al desnudo. Pero sus almas pasan hambre y ellos mismos están desnudos. Nuestra raza ha dejado de tener valor. Quizá no lo haya tenido nunca. El miedo a la sociedad, que es la base de la moral; el miedo a Dios, que es el secreto de la religión: ésas son las dos cosas que nos gobierna. Y, sin embargo [...] creo que si un hombre viviera su vida de manera total y completa, si diera forma a todo sentimiento, expresión a todo pensamiento, realidad a todo sueño..., creo que el mundo recibiría tal empujón de alegría que olvidaríamos todas las enfermedades del medievalismo y regresaríamos al ideal heleno; pue- de que incluso algo más delicado, más rico que el ideal heleno. Pero hasta el más valiente de nosotros tiene miedo de sí mismo.
—¡Basta! —balbuceó Dorian Gray— ¿basta? Me desconcierta usted. No sé qué decir. Hay una manera de responderle, pero no la encuentro. No hable. Déjeme pensar. O, más bien, deje que trate de pensar. Durante cerca de diez minutos siguió allí, inmóvil, los labios abiertos y un brillo extraño en la mirada. Era vagamente consciente de que influencias completamente nuevas actuaban en su interior, aunque le parecían a él, procedían en realidad de sí mismo. Las pocas palabras que el amigo de Basil le había dicho, palabras lanzadas al azar, sin duda, y caprichosamente paradójicas, habían tocado alguna cuerda secreta, nunca pulsada anteriormente, pero que sentía ahora vibrar y palpitar con peculiares estremecimientos.
La música le afectaba de la misma manera. La música le había conmovido muchas veces. Pero la música no era directamente inteligible. No era un mundo nuevo, sino más bien otro caos creado en nosotros. ¡Palabras! ¡Simples palabras! ¡Qué terribles eran! ¡Qué claras, y qué agudas y crueles! No era posible escapar. Y, sin embargo, ¡qué magia tan sutil había en ellas! Parecían tener la virtud de dar una forma plástica a cosas informes y poseer una música propia tan dulce como la de una viola o de un laúd. ¡Simples palabras! ¿Había algo tan real como las palabras? [...] —Basil, me canso de estar de pie —exclamó Gray de repente—. Quiero salir al jardín y sentarme. Aquí el aire es asfixiante.

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