lunes, 7 de noviembre de 2011

Video para segundo año

Valorar los siguientes video y escribir en su cuaderno las cosas que tienen que ver con ustedes de lo expuesto en ellos.








Lectura para Primeros años.

Bajar y pegar en el cuaderno la siguiente lectura.


Fragmento de la Novela "El Perfume" de Patrick Süskind

En el siglo XVIII vivió en Francia uno de los hombres más geniales y abominables de una época en que no escasearon los hombres abominables y geniales. Aquí relataremos su historia. Se llamaba Jean-Baptiste Grenouille y si su nombre, a diferencia del de otros monstruos geniales como De Sade, Saint-Just, Fouchè Napoleón, etcétera, ha caído en el olvido, no se debe en modo alguno a que Grenouille fuera a la zaga de estos hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio por sus semejantes, inmoralidad, en una palabra, impiedad, sino a que su genio y su única ambición se limitaban a un terreno que no deja huellas en la historia: al efímero mundo de los olores.


En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata, las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre, las curtidurías, a lejías cáusticas, los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo, el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, si, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor.
Y, como es natural, el hedor alcanzaba sus máximas proporciones en París, porque París era la mayor ciudad de Francia. Y dentro de París había un lugar donde el hedor se convertía en infernal, entre la Rue aux Fers y la Rue de la Ferronnerie, o sea, el Cimetiére des Innocents. Durante ochocientos años se había llevado allí a los muertos del hospital H4tel-Dieu y de las parroquias vecinas, durante ochocientos años, carretas con docenas de cadáveres habían vaciado su carga día tras día en largas fosas y durante ochocientos años se habían ido acumulando los huesos en osarios y sepulturas. Hasta que llegó un día, en vísperas de la Revolución Francesa, cuando algunas fosas rebosantes de cadáveres se hundieron y el olor pútrido del atestado cementerio incitó a los habitantes no sólo a protestar, sino a organizar verdaderos tumultos, en que fue por fin cerrado y abandonado después de amontonar los millones de esqueletos y calaveras en las catacumbas de Montmartre. Una vez hecho esto, en el lugar del antiguo cementerio se erigió un mercado de víveres.
Fue aquí, en el lugar más maloliente de todo el reino, donde nació el 17 de julio de 1738 Jean-Baptiste Grenouille. Era uno de los días más calurosos del año. El calor se abatía como plomo derretido sobre el cementerio y se extendía hacia las calles adyacentes como un vaho putrefacto que olía a una mezcla de melones podridos y cuerno quemado. Cuando se iniciaron los dolores del parto, la madre de Grenouille se encontraba en un puesto de pescado de la Rue aux Fers escamando albures que había destripado previamente.

Lectura para segundo año

Bajar y pegar la lectura en su cuaderno.


Fragmento del libro "El Principito" de Saint-Exupéry, Antoine de



Apareció entonces el zorro;
—Buenos días—saludó el zorro.
—Buenos días—contestó amablemente el principito que al darse vuelta en dirección a la voz no vio a nadie.
—Si me buscas, aquí estoy—aclaró el zorro— debajo del manzano...
—Pero..., quién eres tú?—preguntó el principito— Eres muy hermoso...
—Soy un zorro—dijo el zorro.
—Acércate..., ven a jugar conmigo—propuso el principito— Estoy tan triste!...
—Jugar contigo? No..., no puedo—dijo el zorro— Aún no estoy domesticado.
—Ah! Perdón—se excusó el principito.
Interrogó, luego de meditar un instante:
—Has dicho “domesticar”? Qué significa “domesticar”?
—Tú no eres de aquí—afirmó el zorro— Puedes decirme qué es lo que buscas?
—Busco a los hombres—respondió el principito— Dime, qué significa “domesticar”?
—Los hombres—intentó explicar el zorro— poseen fusiles y cazan. Eso es bien molesto. Crían también gallinas; es su único interés. Tú buscas gallinas, verdad?
—No—dijo el principito— Busco amigos. Qué significa “domesticar”?
—Ah!..., es una cosa muy olvidada—respondió el zorro— Significa “crear lazos”.
—Crear lazos?—preguntó el principito.
—Así es—confirmó el zorro— Tú para mí, no eres más que un jovencito semejante a cien mil muchachitos. Además, no te necesito. Tampoco tú a mí. No soy para tí más que un zorro parecido a cien mil zorros. En cambio, si me domesticas..., sentiremos necesidad uno del otro. Serás para mí único en el mundo. Seré para ti único en el mundo...
—Creo que empiezo a entender—dijo el principito— Hay una flor... Creo que me ha domesticado.
—Es probable—contestó el zorro— En este planeta, en la Tierra, pueden ocurrir todo tipo de cosas...!
—Oh! No es en la Tierra—se apresuró a decir el principito. El zorro se quedó no menos que intrigado. —Acaso en otro planeta? —Sí.
—Puedes decirme si hay cazadores en ese planeta? —Oh, no! No los hay. —Me está resultando muy interesante, Hay gallinas? —No.
—No existe nada que sea perfecto—dijo el zorro suspirando.
Luego prosiguió: —Mi vida es algo aburrida. Cazo gallinas y los hombres
me cazan. Todas las gallinas se parecen como también los hombres se parecen entre sí. Francamente me aburro un poco. Estoy seguro que..., si me domesticas mi vida se verá envuelta por un gran sol. Podré conocer un ruido de pasos que será bien diferente a todos los demás. Los otros pasos, me hacen correr y esconder bajo la tierra. Pero el tuyo sin embargo, me llamará fuera de la madriguera, como una música. Mira! Puedes ver allá a lo lejos los campos de trigo? Yo no como pan, por lo que para mí el trigo es inútil. Los campos de trigo nada me recuerdan. Es triste! Pero tú tienes cabellos de color oro. Cuando me hayas por fin domesticado, el trigo dorado me recordará a ti. Y amaré el sonido del viento en el trigo...
El zorro en silencio, miró por un gran rato al principito.
—Por favor... domestícame!—suplicó.
—Lo haría, pero... no dispongo de mucho tiempo—con- testó el principito. Quisiera encontrar amigos y conocer mu- chas cosas.
—Sabes...? Sólo se conocen las cosas que se domestican— afirmó el zorro. Los hombres carecen ya de tiempo. Compran a los mercaderes cosas ya hechas. Y... como no existen mercaderes de amigos, es muy simple, los hombres ya no tienen amigos. Si realmente deseas un amigo, domestícame!
—Y... qué es lo que debo hacer?—preguntó el principito.
—Debes tener suficiente paciencia—respondió el zorro— En un principio, te sentarás a cierta distancia, algo lejos de mi sobre la hierba. Yo te miraré de reojo y tú no dirás nada. La palabra suele ser fuente de malentendidos. Cada día podrás sentarte un poco más cerca.
Al otro día el principito volvió:
—Lo mejor es venir siempre a la misma hora—dijo el zorro— Si sé que vienes a las cuatro de la tarde, comenzaré a estar feliz desde las tres. A medida que se acerque la hora más feliz me sentiré. A las cuatro estaré agitado e inquieto; comenzaré a descubrir el precio de la felicidad! En cambio, si vienes a distintas horas, no sabré nunca en qué momento preparar mi corazón... Los ritos son necesarios.
—Qué son los ritos?—preguntó el principito.
—Se trata también de algo bastante olvidado—contestó el zorro— Es aquello que hace que un día se diferencie de los demás, una hora de las otras horas. Te daré un ejemplo. En- tre los cazadores hay un rito. Todos los jueves bailan con las jóvenes del pueblo. Para mí el jueves es un maravilloso día, ya que paseo hasta la viña. Si los cazadores no tuvieran un día fijo para su baile, todos los días serían iguales y yo no tendría vacaciones.
Fue así como el principito domesticó al zorro. Pero al acercarse la hora de la partida:
—Ah!—dijo el zorro— Voy a llorar.
—No es mi culpa—repuso el principito— Tú quisiste que te domesticara, no fue mi intención hacerte daño...
—Sí, yo quise que me domesticaras—dijo el zorro. —Pero dices que llorarás! —Sí—confirmó el zorro. —Ganas algo entonces?—preguntó el principito. —Gano—aseguró el zorro— por el color del trigo.
Luego sugirió al principito:
—Vuelve y observa una vez más el jardín de rosas. Ahora comprenderás que tu rosa es única en el mundo. Cuando vuelvas para decirme adiós, yo te regalaré un secreto.
Se dirigió el principito nuevamente a la rosas:
—En absoluto os parecéis a mi rosa. Nadie os ha domesticado y no habéis domesticado a nadie. Así era mi zorro antes, semejante a cien mil otros. Al hacerlo mi amigo, ahora es único en el mundo.
Las rosas se mostraron ciertamente molestas.
—Sois bellas, pero aún estáis vacías—agregó todavía— Nadie puede morir por vosotras. Es probable que una persona común crea que mi rosa se os parece. Ella siendo sólo una, es sin duda más importante que todas vosotras, pues es ella la rosa a quien he regado, a quien he puesto bajo un globo; es la rosa que abrigué con el biombo. Ella es la rosa cuyas orugas maté (excepto unas pocas que se hicieron mariposas). Ella es a quien escuché quejarse, alabarse y aún algunas ve- ces, callarse. Ella es mi rosa...
Regresó hacia donde estaba el zorro: —Adiós—dijo.
—Adiós—dijo el zorro— Mi secreto es muy simple: no se ve bien sino con el corazón; lo esencial es invisible a los ojos.
—Lo esencial es invisible a los ojos—repitió el principito a fin de acordarse.
—El tiempo que dedicaste por tu rosa, es lo que hace que ella sea tan importante para ti.
—El tiempo que dediqué por mi rosa...—repitió el principito para no olvidar.
—Los hombres ya no recuerdan esta verdad—dijo el zorro— En cambio tú, por favor... no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa...
—Soy responsable de mi rosa...—dijo en voz alta el principito a fin de recordar...

Lectura para Terceros años.

Copiar el siguiente texto y pegarlo en su cuaderno.



fragmento del capítulo dos de El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde

Al entrar, vieron a Dorian Gray. Estaba sentado al piano, de espaldas a ellos, pasando las páginas de Las escenas del bosque, de Schumann [...]
—Te presento a lord Henry Wotton, Dorian, un viejo amigo mío de Oxford. Le estaba diciendo que eres un modelo muy disciplinado, y acabas de echarlo todo a perder.
—Excepto el placer de conocerlo a usted, señor Gray —dijo lord Henry, dando un paso al frente y extendiendo la mano—. Mi tía me ha hablado a me- nudo de usted. Es uno de sus preferidos y, mucho me temo, también de sus víctimas.
—En el momento actual estoy en la lista negra de lady Agatha —respondió Dorian con una divertida expresión de remordimiento—. Prometí ir con ella el martes a un club de Whitechapel y lo olvidé por completo, íbamos a tocar juntos un dúo..., más bien tres, según creo. No sé que dirá. Me da miedo ir a visitarla.
—Yo me encargo de reconciliarlo con ella. Siente verdadera devoción por usted. Y no creo que importara que no fuese. El público pensó probablemente que era un dúo. Cuando tía Agatha se sienta al piano hace ruido suficiente por dos personas.
—Eso es una insidia contra ella y tampoco me deja en muy buen lugar —respondió Dorian, riendo.
Lord Henry se lo quedó mirando. Sí; no había la menor duda de que era extraordinariamente bien parecido, con los labios muy rojos debidamente arqueados, ojos azules llenos de franqueza, rubios cabellos rizados. Había algo en su rostro que inspiraba inmediatamente confianza. Estaba allí presente todo el candor de la juventud, así como toda su pureza apasionada. Se sentía que aquel adolescente no se había dejado manchar por el mundo. No era de extrañar que Basil Hallward sintiera veneración por él. —Sin duda es usted demasiado encantador para dedicarse a la filantropía, señor Gray —lord Henry se dejó caer en el diván y abrió la pitillera.
El pintor había estado ocupado mezclando colores y preparando los pinceles. Parecía preocupado y, al oír la última observación de lord Henry, lo miró, vaciló un instante y luego dijo:
—Harry, quiero terminar hoy este retrato. ¿Me juzgarás terriblemente descortés si te pido que te vayas? Lord Henry sonrió y miró a Dorian Gray. —¿Tengo que marcharme, señor Gray? —preguntó. —No, por favor, lord Henry. Ya veo que Basil está hoy de mal humor, y no lo soporto cuando se enfurruña. Además, quiero que me explique por qué no debo dedicarme a la filantropía.—No estoy seguro de que deba decírselo, señor Gray. Se trata de un asunto tan tedioso que habría que hablar en serio de ello. Pero, desde luego, no saldré corriendo después de haberme dicho usted que me quede. ¿No te importa demasiado, ver- dad Basil? Me has dicho muchas veces que te gusta que tus hermanas tengan a alguien con quien charlar.
Hallward se mordió los labios. —Si Dorian lo desea, claro que te puedes que- dar. Los caprichos de Dorian son leyes para todo el mundo excepto para él. Lord Henry recogió su sombrero y sus guantes. [...] —Siéntate otra vez, Henry. Y ahora, Dorian, sube al estrado y no te muevas demasiado ni prestes atención a lo que dice lord Henry. Tiene una pésima influencia sobre todos mis amigos, sin otra excepción que yo. Dorian Gray subió al estrado con el aspecto de un joven mártir griego, e hizo una ligera mueca de descontento dirigida a Lord Henry, que le inspiraba ya una gran simpatía. ¡Era tan distinto de Basil! Producían un contraste muy agradable. Y tenía una voz muy bella. —¿Es cierto que ejerce usted una pésima in- fluencia, lord Henry? —le preguntó al cabo de unos instantes—. ¿Tan mala como dice Basil? —Las buenas influencias no existen, señor Gray. Toda influencia es inmoral; inmoral desde el punto de vista científico.—¿Por qué? —Porque influir en una persona es darle la propia alma. Esa persona deja de pensar sus propias ideas y de arder con sus pasiones. Sus virtudes dejan de ser reales. Sus pecados, si es que los pe- cados existen, son prestados. Se convierte en eco de la música de otro, en un actor que interpreta un papel que no se ha escrito para él. La finalidad de la vida es el propio desarrollo. Alcanzar la plenitud de la manera más perfecta posible, para eso estamos aquí. En la actualidad las personas se tienen miedo. Han olvidado el mayor de todos los deberes, lo que cada uno se debe a sí mismo. Son caritativos, por supuesto. Dan de comer al hambriento y visten al desnudo. Pero sus almas pasan hambre y ellos mismos están desnudos. Nuestra raza ha dejado de tener valor. Quizá no lo haya tenido nunca. El miedo a la sociedad, que es la base de la moral; el miedo a Dios, que es el secreto de la religión: ésas son las dos cosas que nos gobierna. Y, sin embargo [...] creo que si un hombre viviera su vida de manera total y completa, si diera forma a todo sentimiento, expresión a todo pensamiento, realidad a todo sueño..., creo que el mundo recibiría tal empujón de alegría que olvidaríamos todas las enfermedades del medievalismo y regresaríamos al ideal heleno; pue- de que incluso algo más delicado, más rico que el ideal heleno. Pero hasta el más valiente de nosotros tiene miedo de sí mismo.
—¡Basta! —balbuceó Dorian Gray— ¿basta? Me desconcierta usted. No sé qué decir. Hay una manera de responderle, pero no la encuentro. No hable. Déjeme pensar. O, más bien, deje que trate de pensar. Durante cerca de diez minutos siguió allí, inmóvil, los labios abiertos y un brillo extraño en la mirada. Era vagamente consciente de que influencias completamente nuevas actuaban en su interior, aunque le parecían a él, procedían en realidad de sí mismo. Las pocas palabras que el amigo de Basil le había dicho, palabras lanzadas al azar, sin duda, y caprichosamente paradójicas, habían tocado alguna cuerda secreta, nunca pulsada anteriormente, pero que sentía ahora vibrar y palpitar con peculiares estremecimientos.
La música le afectaba de la misma manera. La música le había conmovido muchas veces. Pero la música no era directamente inteligible. No era un mundo nuevo, sino más bien otro caos creado en nosotros. ¡Palabras! ¡Simples palabras! ¡Qué terribles eran! ¡Qué claras, y qué agudas y crueles! No era posible escapar. Y, sin embargo, ¡qué magia tan sutil había en ellas! Parecían tener la virtud de dar una forma plástica a cosas informes y poseer una música propia tan dulce como la de una viola o de un laúd. ¡Simples palabras! ¿Había algo tan real como las palabras? [...] —Basil, me canso de estar de pie —exclamó Gray de repente—. Quiero salir al jardín y sentarme. Aquí el aire es asfixiante.